lunes, octubre 25, 2010

Agincourt

Aunque el santoral de La Nación no lo diga, hoy 25 de octubre es San Crispín, dado en honor a los zapateros Crispín y Crispiniano, martirizados por los paganos romanos. Su celebridad se debe más a Shakespeare y a la usurpadora dinastía Lancaster que a su canonización en sí. De hecho este post conmemora no a los santos sino a la ocasión en que ellos fueron evocados, según Shakespeare, por Enrique V, en la batalla de Agincourt de 1415. La batalla más famosa de la guerra de los 100 años es a su vez una de las más sorprendentes victorias de la historia militar británica, por lo menos.

Una expedición oportunista liderada por el rey mismo desembarca en Normandía tratando de sacar provecho de la división interna de los franceses (entre armagnacs y borgoñeses) en medio del reinado de Carlos VI, loco crónico incapaz de tomar decisiones.
Enrique sitia y toma Harfleur (cerca del actual Le Havre) con el objetivo de consolidar una cabecera para futuras invasiones. Con algunas dificultades, obtiene la rendición de la plaza y se dispone a llegar hasta Calais (270km) flirteando con el ejército francés en las proximidades del rio Somme. Cruzado este, Enrique no quería dejar Francia sin librar una batalla, ni los franceses, aunque temerosos por derrotas anteriores como Crecy y Poiters, dejar escapar impune la rapiña inglesa.

Enrique pudo elegir el terreno en el cual su veterano pero agotado y enfermizo ejército habría de enfrentar al francés, muy superior en número (6 a 1), y por su cantidad de caballeros, también en status. Un estrecho labrado lleno de barro, rodeado de bosques, se presentó como la trampa perfecta, determinante de que la avalancha francesa con sus pesadas armaduras y bajo una lluvia de flechas se terminara pareciendo más a la de puerta 12. Flechas aquí, mazazos allá, 1/3 del ejército francés muerto y el resto prisionero o en desbandada. Enrique no podía creer que hubieran salido tan bien las cosas, así que por las dudas, hizo ejecutar a todos los prisioneros, en su mayoría nobles por quienes se solía exigir rescate.

Un par de campañas más y Enrique consiguió hacer firmar a Charly VI el tratado de Troyés, por el que, una vez casado con la hija de este, el rey inglés terminaría como heredero de Francia. Tan ventajosos términos se malograron con la temprana muerte de ambos reyes. El delfín Charly VII -con la ayuda de Juana de Arco- se coronó y continuó la guerra mientras Inglaterra encabezada por regentes y un tibio Enrique VI se encaminaba hacia la guerra civil y el final de la guerra de los cien años, con la incorporación a Francia de casi todos los territorios en 1453.

Gracias a la propaganda y la divulgación nada menos que de Shakespeare, Enrique V se hizo una figura legendaria y carismática, cuyas proezas al lado de arqueros comunes -entrenados, pero plebeyos al fin- en circunstancias muy desfavorables, podían permitir embanderarse tras una causa nacional. Sin embargo, por mucho que se empeñen los nacionalistas ingleses, hoy es mucho más difícil mantener vivo el mito de Enrique si entramos a valorar una serie particularidades para nada menores, algunas ya mencionadas:

1) Se encontraba en territorio extranjero, en una guerra de conquista.
2) En un comportamiento para nada caballeresco, asesinó a los prisioneros indefensos.
3) La inferioridad numérica ahora parece que no era tan acentuada.
4) La doctrina táctica francesa llevaba un atraso de por lo menos 200 años: planteos similares sobredependientes en la caballería habían causado no solo las catástrofes de Crecy y Poitiers, sino Courtrai (1302).
5) La campaña en si misma fue insuficiente para obtener un resultado político, y aunque con posterioridad las cosas mejoraron por un tiempo, el resultado de la guerra eventualmente fue la derrota.

Si bien los soldados en su momento no buscaban exclusivamente gloria y honor, la obra de Shakespeare resignifica estos eventos y en el discurso de Enrique rescata a través de ciertas figuras lo que sirve a futuro: Cuantos más pocos, más grande el honor; el que derrame su sangre pertenecerá a la banda de hermanos; El que regrese contará que estuvo ahí y mostará sus cicatrices; si es pecado ansiar el honor, soy el alma más pecadora que existe, etc.
Toda esta retórica apunta a dar un sentido de unidad, a no achicarse en las empresas sin importar las dificultades ni la lejanía. No importan el hambre, las enfermedades, la inferioridad numérica. La nobleza sabe conducir a un resultado, que depende de todos, hasta de los zapateros comunes como Crispin y Crispiniano.

Señores, (y acá voy a parecer un poco Juan Pablo Feiman), en 1599, en pleno apogeo de la tiranía Tudor, Shakespeare está prefigurando el carácter del colonizador británico, comerciante y guerrero, que en el futuro se adueñará de los lugares más remotos de la tierra y construirá el imperio más grande de la historia. Se necesitará ir lejos, por mucho tiempo, afrontar grandes desafíos, y el honor (y la riqueza) será nuestra. Obediencia y sacrificio, es el ethos de la royal navy.

Liderazgo, ingenio, valor, son cualidades vistas en los constructores de imperio, algunos de ellos emprendedores como Robert Clive y Cecil Rhodes, militares meticulosos como Wellington y James Wolfe, almirantes igual de obsesivos en su profesionalismo como Anson y Nelson.
El que la quiera ver, puede ver la mentalidad de Agincourt reflejada en Isandlwana y Rorke's drift, Balaklava e Inkerman, Khartoun y Omdurman, Plassey y Madras.
¿Todas estas duplas de batallas suenan a propaganda imperial? Lo son, y están inspiradas por otra propaganda anterior, Agincourt. De hecho se corresponden a distintas etapas del mismo proceso largo (de ahí en el marco del mismo se puedan enumerar hasta 3 guerras anglofrancesas de los cien años, de 1100 a 1815).

Los ingleses siempre fueron un pueblo con una enorme potencialidad, a nivel de ingenio y transformación de la naturaleza. Bien pronto la porción meridional de la isla que anglosajones y normandos habían venido a colonizar quedó chica, y en cuanto pudieron se sirvieron del resto de ella (Gales, Escocia), y la isla vecina (Irlanda). Como no fue suficiente, siguió Francia, y como su posesión se hacía insostenible, proyectó esa fuerza y riqueza acumulada en la marina, tanto mercante como de guerra. La riqueza se generaba con el producto de las colonias ultramarinas (incluso las de otras potencias), por lo que la construcción del imperio, bajo la nueva fachada multicultural de "Gran bretaña", fue una manifestación de la competencia exitosa con otras potencias. No es de extrañar entonces que todavía en una época más próxima a la imperial que a la feudal, se rescataran y proyectaran los valores útiles en Agincourt y se ignorasen sus cuestionamientos. ¿Exagero? Hasta se dice que el signo de la V de Churchill nació en esta batalla. ¿Puede haber algo más grasa que este mito?
He aquí el famoso zapatero inglés.

PD: Para no alargar mucho este post con una cita, lean por su cuenta los últimos párrafos de este propagandista, sobre a qué atribuye la fama de la batalla.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno.

Carlos dijo...

Muy buen post, Marcos.

El empleo de la caballería siempre fue un tema apasionante y muy complicado. Dicen que Murat comandó la mejor caballería del mundo porque poseía un genio muy especial que le permitía lanzar la carga en el momento preciso y en el lugar preciso, sin caer en el vacío como les ha sucedido mil veces a otros comandantes.

Wellington detestaba a los oficiales de caballería que venían de la clase alta y eran terríblemente indisciplinados.