domingo, octubre 30, 2005

Soy un bonobo

Provocativa tesis: la cultura marcha a una velocidad y la evolución genética a otra. La diferencia entre ambas encamina la explicación de algunos comportamientos.

Investigación económica: La economía que hemos heredado de los monos
El cerebro humano aún no se adaptó a la vida moderna, según afirma un estudio


Acostumbrados como estamos a centrar nuestra atención en la coyuntura, en el último dato de inflación o de crecimiento del PBI, no está mal de tanto en tanto tomar una perspectiva a más largo plazo. ¿Qué tal 10.000 o un millón de años?

Es la perspectiva que toman los economistas que buscan encontrar algunas claves respecto al desempeño humano en la psicología evolutiva; tal el caso de Benito Arruñada, de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona.

El punto central es que nuestra mente es el resultado de un proceso de evolución natural que ha tomado miles de años. Quiere decir que aún hoy nos manejamos con una estructura cerebral desarrollada en los miles de años de vida basada en la recolección y la caza del Pleistoceno (1,8 millones de años a 10.000 AC). En ese período el futuro ser humano desarrolló su inteligencia, una ventaja comparativa esencial respecto de las otras especies: es lo que nos permitió cazar animales que no podían ser cazados por ningún otro predador (mamuts, elefantes). Pero en los últimos 10.000 años nuestra inteligencia nos ha permitido cambiar nuestro entorno mucho más rápido de lo que nuestra mente puede hacerlo, ya que el proceso de selección natural es muy lento. En síntesis, tendríamos un cerebro desarrollado para actuar en pequeñas tribus nómadas, con poca interacción fuera del grupo.

Algunos de nuestros adquiridos "instintos" estarían mal adaptados a las actuales circunstancias. Arruñada pone como ejemplo el de comer, desarrollado en momentos en que la inseguridad por las fuentes de alimento aconsejaba generar reservas en la medida de lo posible. Hoy ese instinto demandaría de nosotros una fuerte dosis de autocontrol porque tendemos a comer mucho.

Otro instinto sería la aversión al riesgo, desarrollada en tiempos en que la vida era mucho más riesgosa que ahora. Esto explicaría la asimétrica aversión por las pérdidas que se observa en ciertos experimentos. Un entorno menos riesgoso nos permitiría posponer ciertas gratificaciones, pero nuestra innata aversión al riesgo nos impulsa a satisfacerlas cuanto antes (¿explicará esto también la atracción del keynesianismo, con su énfasis en el consumo?). En términos económicos, entonces, la tasa de descuento sería más alta de lo que podría ser.

Sin embargo, no todo es negativo para la economía; también hemos desarrollado mecanismos de cooperación, aunque se basan en grupos pequeños, como la familia, y no se extienden al ámbito más extenso de las relaciones de mercado. Esa cooperación trata de ser copiada cuando en una empresa se afirma "somos como una familia", pero tiene la contrapartida de permitir el nepotismo.

Pero los instintos cooperativos van más allá de la familia. Aun extraños pueden cooperar porque hay ciertos mecanismos que nos permiten detectar si es posible esperar reciprocidad de la otra parte. Por ejemplo, la mentira todavía puede hacer poner colorado a quien la dice; es algo que racionalmente no puede evitar. De allí que pese a todas las comunicaciones que hoy tenemos, nada reemplace al sentarse frente al potencial socio para verlo cara a cara.

Estos instintos de cooperación son poderosos, pero limitados. Arruñada sostiene que debido a ello el ser humano ha desarrollado "instituciones" que le permiten cooperar con extraños o ajenos a la tribu, para lo cual nuestra naturaleza no está bien provista. Esas "instituciones" incluirían códigos morales, el respeto a los derechos de propiedad, el cumplimiento de los contratos. Estas "instituciones" habrían sido también el fruto de largos procesos evolutivos y de selección. De la misma forma que alguna vez "descubrimos" la rueda, habríamos tenido la suerte de descubrir la moral y el derecho, aunque a veces parezca que en tales áreas evolucionamos para atrás.

Por Martín Krause
Para LA NACION

El autor es rector de la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresa



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