Por Guy Sorman
Para LA NACION
PARIS
La guerrilla urbana entablada por los "jóvenes de los suburbios" es sólo un testimonio más de la desconexión entre la sociedad francesa, en su actual fase evolutiva, y una clase política inmutable. Desde hace unos treinta años, el Estado francés, o, mejor dicho, el gobierno, manifiesta un autismo notable que afecta a todos los partidos, como que todos ellos reclutan a su gente en un mismo marjal, definido por unas pocas escuelas superiores de París. Para la estatocracia, nada cambia y nada debe cambiar porque Francia, tal como es hoy y tal como ha sido, es perfecta. La concepción del Estado y los modos de gobernarlo, definidos en el siglo XIII, son inmutables y conviene que la sociedad se adapte a ellos. En esta ideología del Estado, existe un modelo perfecto, el nuestro, envidiado por el resto del mundo: arriba, el Estado; abajo, la sociedad. El Estado marca el rumbo; la sociedad lo sigue. Una sociedad constituida por individuos que, por definición, son iguales ante la ley.
Ahora bien, desde los años 80, el Estado habla sin que nadie lo escuche, mientras la sociedad avanza por otros mil caminos distintos. Ya no existe -por ejemplo- relación alguna entre la economía francesa, capitalista y globalizada, y una política económica nacional basada en subvenciones a unos agricultores que, entretanto, han desaparecido. Tampoco existe ya un nexo entre el discurso estatal sobre la inmigración (prohibida por la ley) y los inmigrantes que llegan en masa para disfrutar de nuestros buenos hospitales y excelentes escuelas. Ni entre el discurso del Estado republicano acerca de la ciudadanía y el laicismo, por un lado, y la formación de comunidades étnicas y religiosas, por el otro.
La sociedad francesa se ha balcanizado, se ha organizado basándose en las nuevas solidaridades. Todos los sectores del empresariado se internacionalizaron. Los estudiantes se despolitizaron. Los sindicatos sólo defienden sus propios intereses. Los partidos perdieron a sus militantes. Los inmigrantes crearon una economía paralela. Todas estas microsociedades viven en Francia, pero ya no constituyen una República Francesa. Los inmigrantes jóvenes lo dicen más abiertamente que otros grupos porque nada poseen y, por tanto, nada tienen que perder.
El Estado francés está desnudo, pero lo ignora. La clase política -refugiada en sus palacios del siglo XVIII y en dos distritos parisienses- tiene por principal objetivo su propia supervivencia. Entretanto, la verdadera Francia arde. Y es difícil que la clase política admita que ha administrado muy mal el Estado en los últimos veinticinco años. ¿Quién se declarará responsable del déficit público más grave de Europa? ¿Quién reconocerá la vacuidad de un discurso republicano reducido a pieza arqueológica por la existencia de las comunidades? ¿Quién confesará que, frente a la realidad de la discriminación, hace tiempo que debería haberse intentado una acción afirmativa al estilo norteamericano? Y que el Estado, al entrometerse en todo (economía, cultura), de hecho, se ha vuelto ineficaz. Hace dos años dejó morir deshidratados a treinta mil ancianos en geriátricos sin aire acondicionado. Hoy se muestra incapaz de oponer resistencia a unos pocos centenares de granujas. ¿El Estado? Está donde ya no se lo necesita y no está donde haría falta.
Este autismo político es la causa de los incendios. De tanto interrogarnos con respecto a un puñado de adolescentes incendiarios, no preguntamos a nadie por qué el Estado no los vio venir. ¿Quién creó las zonas sin ley, donde empezaron los incendios? ¿Los adolescentes o el Estado autista?
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
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