Alberto Benegas Lynch (h) escribió uno de esos artículos que yo llamaría "pilares". Como la disponibilidad online caduca después de un tiempo, copio in extenso para la posteridad, quizás ésta pos-postmoderna.
Relativismo, el tema de nuestro tiempo
Por Alberto Benegas Lynch
Para LA NACION
AL recorrer librerías de Buenos Aires y al visitar el sitio de Amazon –el libródromo por excelencia– se comprueba la enorme proporción que despliegan en las ciencias sociales las obras referidas al posmodernismo. Fenómeno parecido ocurre si se examina buena parte de las referencias bibliográficas de algunas de las cátedras de las universidades más conocidas, estadounidenses y francesas. Posmodernismo que en sus cuatro vertientes actuales significa, lisa y llanamente, relativismo. Como diría Ortega, éste es “el tema de nuestro tiempo”.
Las clasificaciones y las etiquetas siempre contienen alguna dosis de arbitrariedad, pero puede decirse que la modernidad es heredera de una larga tradición, cuyo inicio se sitúa en la Grecia clásica. Allí comienza la pesquisa sobre el porqué de las cosas en lugar de la aceptación sin cuestionamiento, sometidos al mandato de los reyes y a los dictados de los dioses paganos.
Louis Rougier explica que en esto consistió el mito de Prometeo: una ruptura con la superstición. Los griegos les dieron sentido a la razón, a la demostración, al silogismo y a la lógica. Por otra parte, la arrogancia y la soberbia de sostener que todo lo puede una razón sin límites conduce al diseño de sociedades, a las utopías de la construcción del “hombre nuevo” y a otros dislates que habitualmente terminan en el cadalso.
Las planificaciones estatales operan con base en el racionalismo y constituyen un fiasco, porque se basan en la presunción de un conocimiento que no existe. No sabemos con certeza qué haremos la semana que viene. Podemos formular una conjetura, pero, llegado el momento, al cambiar las circunstancias, modificamos nuestras prioridades. Si el propio planificador no sabe qué hará con su vida en las próximas horas, mucho menos puede pretender el manejo de millones de arreglos contractuales. El peor de los mundos posibles estriba en la ignorancia de la propia ignorancia.
El primer capítulo posmodernista se refiere al relativismo epistemológico: no habría tal cosa como la verdad. Todo dependería de interpretaciones subjetivas. Todo dependería del “color del cristal” de cada uno. Desde siete siglos antes de Cristo se conoce como “trampa de Epiménedes” la tesis que señala que si todo fuera relativo, naturalmente esa misma manifestación también se convertiría en relativa. Un mismo juicio no puede ser conforme y contrario al objeto juzgado en las mismas circunstancias.
En la época de Isaiah Berlin no se recurría a la expresión “posmoderno”. Sin embargo, este autor aludió al romanticismo como una corriente que propone “una inversión de la idea de la verdad como correspondencia” y le atribuyó a Fichte la idea de que los valores se construyen, no se descubren.
Al contrario de lo que sostienen los posmodernistas, Karl Popper subraya la importancia de la verdad como objeto central de nuestros estudios y desvelos: “La principal tarea filosófica y científica debe ser la búsqueda de la verdad”. Este es el sentido de la investigación y las universidades. Claro que el procedimiento para incorporar fragmentos de conocimiento está plagado de desventuras. Se trata de un arduo recorrido, siempre abierto a refutaciones. El debate de ideas se torna indispensable, en la esperanza de disminuir en algo nuestra colosal ignorancia.
No hace mucho, Malcom W. Browne dio cuenta de una reunión, en la New York Academy of Sciences, que congregó a más de doscientos científicos de distintas partes del mundo para argumentar contra “la crítica posmoderna a la ciencia que sostiene que la verdad depende del punto de vista de cada uno”. Sin duda que todo lo que entendemos es subjetivo, en el sentido de que es el sujeto el que entiende, pero cuando hacemos referencia a la objetividad de la verdad queremos significar que las cosas, hechos, atributos y procesos existen o tienen lugar independientemente de lo que opinemos sobre aquellas ocurrencias o fenómenos que son ontológicamente autónomos.
Constituye un grosero non sequitur el sostener que de las diversas valoraciones se sigue la inexistencia del mundo objetivo. Hay aquí un salto lógico inaceptable. Se trata de dos planos completamente distintos. La subjetividad de las preferencias, creencias y opiniones son independientes de la objetividad de lo que son las cosas.
El segundo capítulo posmodernista es el relativismo hermenéutico, es decir, que los textos deben interpretarse del modo que el intérprete lo considere pertinente, independientemente de lo que queda consignado en el mensaje. No habría tal cosa como una interpretación verdadera o ajustada al texto o a las palabras comunicadas, ni interpretaciones equivocadas.
John M. Ellis explica que si bien el lenguaje surge de una convención, de ello no se desprende que las palabras son arbitrarias, ya que si pudieran significar cualquier cosa se haría imposible la comunicación: “Un símbolo que no significa algo específico, no significa nada”. Umberto Eco nos dice: “La iniciativa del lector consiste en formular una conjetura interpretativa sobre la intentio operis. Esta conjetura debe ser aprobada por el conjunto del texto como un todo orgánico. Esto no significa que sobre un texto se pueda formular una y sólo una conjetura interpretativa. Se pueden formular infinitas. Pero, al final, las conjeturas deberán ser probadas sobre la coherencia del texto, y la coherencia textual no podrá sino desaprobar algunas conjeturas aventuradas”.
El tercer capítulo se refiere al relativismo cultural. En este sentido, Eliseo Vivas muestra la “falaz inferencia que parte del hecho del pluralismo cultural y llega a la doctrina axiológica de que no podemos discriminar en lo que respecta al mérito de cada una”.
Una cosa es la descripción de costumbres, que no son mejores ni peores –simplemente, revelan gustos e inclinaciones–, y otra bien distinta son referencias que tienen relación con proposiciones verdaderas o falsas, lo que puede ser juzgado con una escala universal. Las relaciones interculturales resultan fértiles, tal como lo demostró Stefan Zweig en la Viena cosmopolita anterior a la truculenta diáspora que produjeron los sicarios nazis.
De todos modos, debe tenerse en cuenta la complejidad presente en afirmaciones que tienden a generalizar respecto de la cultura de tal o cual país. Siempre recuerdo la formidable respuesta de Chesterton cuando le preguntaron qué opinaba de los franceses: “No sé, no los conozco a todos”.
Por último, el relativismo ético que abraza el posmodernismo apunta a que no habría tal cosa como lo bueno y lo malo. Así, el incumplimiento de la palabra empeñada o el estímulo a la antropofagia no serían morales o inmorales en abstracto. No habría tal cosa como actos que apuntan a la actualización de potencialidades en busca del bien ni normas para todos los seres humanos en dirección al respeto recíproco. El posmodernismo, igual que el positivismo, considera que las reflexiones éticas como principios universales constituyen manifestaciones vacías, puesto que no pueden verificarse.
Morris R. Cohen apunta con razón que esa afirmación de que las proposiciones no verificables carecen de significado tampoco es verificable. “La afirmación de que las proposiciones éticas carecen de significación forma parte de la errónea concepción positivista tradicional del método científico (...) Los juicios éticos se refieren a aquello que los hombres generalmente deben hacer si quieren ser prudentes”.
Hace cinco años publiqué un extenso ensayo sobre el posmodernismo en la revista académica del Centro de Estudios Públicos de Chile. En esta ocasión sólo cabe un apretado resumen actualizado del problema, pero debe destacarse que no sólo se observa una nutrida bibliografía sobre esta corriente de pensamiento, sino que abarca campos cada vez más amplios. Por ejemplo, en la economía. En este sentido, Mark Blaug –dejando de lado otros debates colaterales– escribe: “Tal vez el síntoma más alarmante del desarrollo del formalismo vacío en la economía moderna es la creciente difusión del posmodernismo en los escritos sobre metodología de la economía. El posmodernismo en la economía adopta formas diferentes, pero siempre comienza con la ridiculización de las pretensiones científicas de la economía, tirando agua fría a las creencias de que existe un sistema económico objetivo”.
Tiene sus bemoles debatir con un posmodernista, puesto que inmediatamente acusa al contradictor de “logocentrista”, es decir de basarse en la lógica, que él niega, al tiempo que sostiene que todo significado es dialéctico. En estos laberintos posmodernos, bien dice Juan José Sebreli que, en realidad, lo que se presenta hoy como “pos” sólo es “pre”. © LA NACION
El autor integra la Academia Nacional de Ciencias y la de Ciencias Económicas.
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1 comentario:
Marcos: te puse un enlace! Salu2
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