Todo indica que en Europa hay un rebrote de intolerancia, natural y/o preocupante, dependiendo desde donde se lo mire. Como diría Lucho con ironía, la culpa la tienen los judíos. En la amplitud del informe de Human rights first, agregaría: ...y los musulmanes, los negros, los inmigrantes, los homosexuales, ellos todos hostigando a Occidente. Después de todo, los occidentales no hacen más que defender lo que es suyo. El rebrote es apenas una reacción natural... ¿o no?. En La guerra de los Dioses, Escudé aconseja que "si hemos de contribuir a salvar a Occidente, los verdaderos liberales debemos prepararnos para abdicar de nuestros ideales, por lo menos transitoriamente, cediendo frente a quienes estén dispuestos a llevar a cabo una defensa a ultranza de nuestra identidad histórica, que peligra" (p. 16).
"Para sobrevivir, habría que acudir a la inclemencia a que apela el enemigo" (p. 20) pues "si se optara por ella, la victoria sería inmediata debido a la diferencia abismal de poder" (p. 21). Escudé parte "siempre de la premisa de que el imperativo inclaudicable es la supervivencia de nuestra civilización" (p. 22). La bastardilla apunta a destacar la reiteración de un concepto expuesto en términos de salvación y supervivencia de la civilización como fin superior.
Con el común denominador de la xenofobia, resulta evidente el parentezco con las consignas del nazismo y neonazismo, como las 14 palabras del racista norteamericano David Lane ("We must secure the existence of our people and a future for white children"), o la cita del mismo Hitler en Mi lucha, que en la edición en inglés inspiró a Lane a través del siguiente rezo: "What we must fight for is to safeguard the existence and reproduction of our race and our people, the sustenance of our children and the purity of our blood, the freedom and independence of the fatherland, so that our people may mature for the fulfillment of the mission allotted it by the creator of the universe." La intención aquí no es identificar a Escudé y a los occidentalistas genuinamente liberales con el racismo, una creencia abyecta que hace del color de la piel y el origen étnico su leitmotiv. Inquietan, lejos de aceptarse como una reacción natural, las motivaciones comunes que al menos circunstancialmente unifican en el discurso y en la acción a occidentalistas y fascistas, que en estos tiempos hallan notorios puntos de encuentro en el prejuicio. Porque el prejuicio tiende al desencuentro, es rara la existencia de esta comunión, que obviamente no está asumida (Escude: "la sensibilidad al peligro no proviene de un chauvinismo trivial ni de una odiosa perversión racista, p. 106), pero la identificación de un enemigo lo consigue.
No huelga recordar la triste experiencia derivada de los reiterativos procesos, casi cíclicos, de acentuada colectivización del individuo detrás de fines supremos como la supervivencia -moral o material- de la religión, la raza, la patria, o en este caso la "civilización". Que al interior de otra cultura cobre preponderancia alguno de estos fines, como la religión, no obliga a considerar que todos sus integrantes han perdido todo rasgo de individualidad y sólo operan mecánicamente en torno a la consecución del fin último. Tampoco obliga a acentuar las diferencias culturales que originalmente existen, ni a rebajar supuestos pilares civilizatorios encarnados en valores universales como la tolerancia y la libertad.
Cuestiones diferentes y discutibles son las atinentes a sostener un relativismo moral que rompa con toda jerarquía de valores, y la de solventar oficialmente el sostenimiento de una cultura nueva o entrante, a través de un multiculturalismo que borra la vigencia de la cultura dominante. Hacia su interior, el estado no tiene por qué tolerar prácticas violatorias de la libertad individual. No tiene, tampoco, por qué sostener económicamente la enseñanza de otras culturas en escuelas públicas. Sí debe permitir, aunque no sufragar, los lazos que los individuos van conformando por fuera de la cultura dominante, siempre que no entren en abierta contradicción con los derechos del individuo. Para ejemplificar: un estado puede adoptar una confesión religiosa correspondiente al de la mayoría de la población. Puede fomentar el matrimonio heterosexual monogámico y puede mantener económicamente a los ministros religiosos oficiales y sus templos. Debe, -ya no meramente puede- permitir el matrimonio de personas de distinta religión a la oficial, y que su comunidad se aúne en torno a templos y cementerios propios. Y al permitirlo, el estado también debe velar por que estos establecimientos diferentes a la cultura dominante -pero compatibles con los derechos del individuo- no sean atacados y ultrajados, y desde ya castigar a quienes lo hacen. No rige hacia el interior del estado respetuoso de la libertad individual la regla de reciprocidad, conforme a la cual si un establecimiento cultural propio (ej un templo) en otro país no es tolerado, localmente le vale el mismo trato al establecimiento foráneo.
El debate sobre otras cuestiones es extensísimo. Debe el estado oficializar el matrimonio homosexual? La cultura dominante aquí y en este momento, indicaría que no, opinión que comparto. ¿Debe el estado, como en Irán, perseguir y colgar a los homosexuales? Rotundamente no. ¿Debe, como en Rusia, hacer la vista gorda ante los ataques perpetrados a los integrantes de dicha comunidad? De seguro que no. ¿Debe dejar entrar a tantos inmigrantes como quieran entrar? Cuestión sinuosa si la habrá. Para Escudé, conlleva a acelerar una perspectiva ya desalentadora, teniendo en cuenta la bajo crecimiento vegetativo de Europa. Para otros, será la solución al previsible desploblamiento, con costas para la cultura dominante. La cultura es cambiante, y los movimientos migratorios han ocurrido siempre. El límite a estas modificaciones, inevitables posiblemente, lo pondría en el respeto al individuo.
domingo, agosto 26, 2007
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4 comentarios:
Buenísimo. Lo leí todo.
Personalmente, me sumo al pensamiento, no siempre explícito, de la Iglesia: fomentar la natalidad para mantener la mayoría demográfica y contrarrestar la inmigración, evitar el relativismo moral que deviene en pérdida del sentido de pertenencia ante nuevas colectividades que importan su sentido de pertenencia originario y son renuentes a asimilarse, y recobrar la autoafirmación occidental, que para mí no es un sentimiento gregario, contrario a la individualidad, sino la conciencia de que para ser individuos libres que se comportan de manera personal fueron necesarios siglos de horror y masacre a los que de ninguna manera volveremos. Para mí, la conciencia occidental tiene que ver con instituciones que garantizan libertades.
Creo que Carlos Escudé presenta su caso no tanto en función de Occidente como de Medio Oriente. Pero no sé cómo tomarlo. Hace poco se enfrentó al patético D'Elía en el programa de Mariano Grondona y terminó balbuceando sus pareceres. Así no se convence a nadie.
Perdón por la extensión.
Perdón por el offtopic:
Queda nominado:
http://libertas73.wordpress.com/2007/08/27/thinking-blogger-award/
Excelente comentario a la obra de Escude. Igualmente creo que la dimension religiosa de la politica es importante pero no es la principal. Es imprescindible hacer un analisis desde el punto de vista del regimen politico, como los que se hacen en el libro "Introduccion a la tirania moderna" de Pablo Antonio Anzaldi, un libro de un verdadero teologo politico, que plantea los dramas de la modernidad en el nivel en que hay que plantearlos. Miguel Enriquez
Miguel tienes razon tanto el libro de Escude como el de Anzaldi son brillantes. Patricia.
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